Comentario
La península italiana arrastró a lo largo del siglo XVII el peso de un profundo estancamiento, con claros síntomas de decadencia económica y deterioro social y muy condicionado por la excesiva fragmentación política que seguía padeciendo y por continuar siendo objeto de disputa en la lucha que mantenían los Habsburgo y Francia por el dominio internacional. Tan sólo supo conservar su prestigio cultural y artístico, hasta el punto de que, a pesar de la debilidad que presentaba, sus famosas ciudades eran visita obligada para los hombres de letras, artistas y científicos que destacaban en el Viejo Continente.
España controlaba una gran parte de Italia. Su mayor dominio se ejercía por el Sur, es decir, sobre los extensos Reinos de Nápoles y Sicilia, que estaban integrados en la Monarquía hispánica, siendo gobernados por sendos virreyes en representación del soberano de las Españas. Sobre ambos territorios se imponía una política de corte absolutista que potenciaba el papel del delegado regio y que era dirigida desde el Consejo de Italia con sede en la Corte de Madrid, en detrimento de los parlamentos y diputaciones de ambos territorios, instituciones representativas con escaso poder y mínima autonomía que fácilmente eran manipuladas por el virrey respectivo. Una preponderancia nobiliaria, que fue en aumento a medida que transcurría la centuria, impuesta sobre un campesinado empobrecido y explotado, al igual que las masas urbanas, en beneficio de los intereses aristocráticos y de la Hacienda real por medio de una fuerte presión fiscal cada vez más agobiante, teniendo en cuenta los grandes apuros financieros que estaba pasando la Monarquía para poder seguir costeando su ambiciosa política de grandeza. A este respecto, desde la década de los años veinte aumentaron considerablemente las exigencias recaudatorias de la Corte de Madrid sobre las clases populares de sus posesiones italianas, con el objetivo de hacer frente a los continuos gastos de guerra que se le presentaban a consecuencia de su política belicosa, con la contrapartida de la concesión de mayores poderes a las noblezas locales a cambio de su colaboración en este proceso de explotación fiscal.
Los problemas no tardaron en surgir en forma de protestas populares, manifestación de un hondo descontento ante las difíciles condiciones de vida y la precariedad de la existencia a que se veían sometidas. La opresión aristocrática sobre el campo y las ciudades no hizo sino agudizar los movimientos de rebeldía, produciendo un amplio levantamiento de los sectores humildes de población en contra de los señores que poco a poco se fue extendiendo desde el marco rural hasta el urbano, alcanzando la revuelta en 1647 su momento álgido. Encabezada por líderes populares, entre los que destacó en Nápoles el pescador Masaniello, que acabó siendo asesinado, la protesta fue un típico motín ocasionado por la falta de subsistencias y el encarecimiento de los alimentos, no teniendo una clara finalidad política ni, mucho menos, planteamientos independentistas. Las revueltas de Nápoles y Sicilia de 1647-1648 no alteraron, por tanto, las formas de gobierno absolutista que desde el poder central de la Monarquía hispana se imponían sobre aquellos reinos, ni modificaron la hegemonía aristocrática allí existente, que se vio confirmada con el fracaso de la rebelión popular.
El centro de la península seguía estando ocupado por los Estados Pontificios, a cuyo frente se hallaba el Papa, que mantenía su doble papel de cabeza de la Iglesia católica y de soberano de dichos territorios. En la esfera internacional, el Pontífice romano perdía cada vez más protagonismo, pues ya no era requerida su mediación ni podía convertirse en árbitro de la situación como había sucedido en tiempos cada vez más lejanos. En un siglo marcado por los duros enfrentamientos entre las grandes potencias y donde primaba la defensa de los intereses materiales y territoriales como fórmula de engrandecimiento de los Estados, resultaba casi un anacronismo los intentos del Papado de hacer valer su poder espiritual o sus protestas sobre el reparto de influencias que se estaba produciendo; tan sólo le quedaba la posibilidad de maniobrar, como un príncipe terrenal cualquiera, en el complicado juego de las alianzas y de los pactos entre soberanos, como forma de salvaguardar sus posesiones territoriales.
En el plano de la política interior tampoco se modificaron apenas los rasgos característicos del siglo anterior. La frecuente sucesión de los ocupantes del solio pontificio, motivada por la corta duración de la mayor parte de los reinados papales, continuaba siendo un notable inconveniente para el fortalecimiento del poder principesco y para la fijación de unos proyectos políticos que pudieran mantenerse a medio y largo plazo, aparte de la inestabilidad de gobierno que esto implicaba y de los problemas que se planteaban en los cónclaves cada vez que había que nombrar un nuevo Sumo Pontífice. Nada menos que once Papas se contabilizan en el transcurso del siglo XVII, desde Clemente VIII (1592-1605) a Inocencio XII (1691-1700). Algunos de ellos apenas pudieron gozar de su reinado por el poco tiempo que estuvieron en el trono, como por ejemplo Gregorio XV (1621-1623), Clemente IX (1667-1669), Clemente X (1670-1676) o Alejandro VIII (1689-1691); otros gobernaron durante una década aproximadamente casos de Inocencio X (1644-1655), Alejandro VII (1656-1667), Inocencio XI (1676-1689) o Inocencio XII (1691-1700); algo más duró Pablo V (1605-1621), siendo el mandato más largo el de Urbano VIII (1623-1644). En consecuencia, basta una simple comparación con el amplísimo reinado de Luis XIV de Francia (1661?1715), o con el de muchos otros gobernantes europeos del mismo siglo, para poner de manifiesto el serio problema que suponía para el soberano romano su corta permanencia al frente de los Estados de la Iglesia, dificultad que en parte se pretendía contrarrestar, como era costumbre, acudiendo de inmediato al nepotismo, al nombramiento de familiares y parientes para ocupar altos cargos de la administración papal, práctica que servía, por un lado, para favorecer al linaje de procedencia, y por otro, para buscar una mayor fidelidad y apoyo en el equipo de gobierno.
Tampoco pudo conseguir el Papado un mayor control sobre los diversos feudos que integraban el Estado pontificio, ni imponer una autoridad indiscutida, ya que las poderosas familias que en ellos se disputaban el poder continuaron disfrutando de autonomía en las zonas que quedaban bajo su jurisdicción. Por otra parte, la Curia romana siguió dando pruebas de ostentación, derroche y atracción por el lujo que contrastaban enormemente con las formas de vida y la penuria que padecían las masas urbanas y campesinas de su entorno inmediato. La relajación moral que había mostrado la jerarquía eclesiástica renacentista sí que pudo ser combatida con relativo éxito, destacando en este sentido el Papado del siglo XVII por una mayor religiosidad en la línea renovadora que desde Trento empezó a desarrollarse en el interior de la propia Iglesia católica, aunque en sus titulares siguieron predominando los intereses temporales sobre los espirituales y, salvo alguna que otra excepción, los Papas no brillaron precisamente por su actitud reformista ni por adaptar su conducta a los ideales evangélicos.
Además de Nápoles-Sicilia y de los Estados pontificios, la república de Venecia era todavía una de las piezas sobresalientes en el mosaico italiano, quizá la más fuerte, pues seguía contando con un amplio territorio, con sus posesiones marítimas y con una apreciable flota que le permitía ocupar un lugar destacado entre las potencias mediterráneas. Sin embargo, no pudo librarse de la decadencia generalizada que se extendió por la península italiana en el transcurso del siglo, acabando por perder su esplendor comercial y su dinamismo mercantil tanto por el conservadurismo social de su patriciado, volcado cada vez más hacia la propiedad de la tierra y a vivir, al igual que toda clase aristocrática, de rentas, como por la debilidad creciente que mostraba respecto a sus muy poderosos contrincantes y rivales en el plano internacional, sin olvidar la sangría en dinero, hombres y esfuerzos que le supuso el largo conflicto que sostuvo con los turcos por el dominio de la isla de Candía (Creta), que finalmente terminaría perdiendo en 1669, prueba evidente de la merma que había sufrido su potencial y de su posición cada vez más marginal en el sistema de alianzas imperante por entonces. Por lo menos pudo permanecer independiente, sin estar sometida a ninguna potencia extranjera, hecho nada desdeñable si se tiene en cuenta que la mayor parte de los Estados italianos se hallaban bajo la influencia de Francia o de España.
En efecto, los restantes componentes del conglomerado italiano se vieron de continuo presionados por una u otra potencia, y a duras penas pudieron desarrollar una política propia al margen de las directrices que marcaban los dos grandes colosos del occidente continental. El caso más evidente era el del ducado de Milán, que pertenecía a la Monarquía hispana, regido por un gobernador designado por ésta, encargado de hacer cumplir las órdenes que le llegaban desde la Corte de Madrid. Con una situación estratégica privilegiada, el Milanesado siempre fue una de las principales plazas con que contaba la realeza española en el norte de Italia. Sirviéndole de camino hacia el mar y como zona de contacto con esta posesión hispana, la república de Génova se mantuvo como fiel aliada de España, unida estrechamente a ella por vínculos comerciales, marítimos y de defensa, hasta el punto de que casi se podía considerar como parte integrante de las Españas. Orientación parecida tuvo la pequeña república de Lucca, al igual que su más poderoso vecino, el gran ducado de Toscana, en cuyo interior se encontraban los presidios aún pertenecientes a la Corona de los Hasburgo españoles y que eran dependientes del virrey de Nápoles. Los príncipes toscanos, Cosme II de Médicis (1608-1621), Fernando II (1621-1670) y Cosme III (1670-1722), siguieron bajo la influencia de la política austracista, preocupándose más de los esplendores cortesanos y de sus intereses familiares que de recuperar la perdida grandeza del Estado florentino.
Este dominio de España sobre una buena parte de Italia se veía contrarrestado, en el norte peninsular, por la tutela que Francia ejercía sobre los ducados de Parma-Piacenza, de Módena y de Mantua-Montferrato, cuyas familias gobernantes no pudieron desprenderse del control que la Monarquía francesa impuso sobre estos territorios. Lo mismo podría decirse del gran ducado de Saboya, que por su proximidad y por su potencial fue una pieza que Francia no estaba dispuesta a dejar escapar, a pesar de los intentos de sus gobernantes por mantenerse algo alelados de esta obsesiva presión francesa. No obstante, la dinastía de los Saboya estaba llamada a realizar mayores tareas en los asuntos italianos, y si los duques Carlos Manuel I (1580-1630), Víctor Amadeo I (1630-1637) y Carlos Manuel II (1638-1675) no pudieron sustraerse a la influencia francesa ni engrandecer su Estado, le correspondería a Víctor Amadeo II (1675-1730) realizar esta doble tarea con éxitos notables hasta el punto de que, ya en el nuevo siglo, pudo transformar el ducado de Saboya en reino, proclamándose rey y poniendo las bases del que sería poderoso Estado del Piamonte.